El artista nos ofrece su visión personal de la ciudad con aquellas imágenes cuyo punctum le afectó y decidió capturar. Son, claro está, un documento histórico de una ciudad existida, pero no es un trabajo exhaustivo de mapeamiento urbano. El fotógrafo nos ofrece sus ojos al ser el responsable de la temática elegida, encuadres, personajes y edificios. Cierta nostalgia de un momento que siente fugaz e irrepetible y cuya aura de desaparición se presiente, embarga sus trabajos.
Rafael de Luis toma fotografías, como hacemos todos, para recordar, para fijar aquello que ha fotografiado y salvarlo de la precaria memoria. Con cuarenta años menos y una situación política predemocrática llena de expectativas de libertad, amnistía y autonomía, sus intereses, sus ilusiones, estaban condicionadas por su juventud y por el momento. Pero la fotografía, con su poder de Gorgona para petrificar las cosas, las mata, nos deja el envoltorio del momento como piel de crisálida, bonito pero muerto, y Rafael de Luis, como se dice de los asesinos, regresa cuarenta años más tarde al lugar del crimen para reafirmar los hechos.
Necesitamos de la memoria para no olvidar, tan sencillo como eso. Necesitamos recordar para no repetir los mismos errores. Somos lo que recordamos. No podemos apreciar lo que tenemos, la calidad de vida perdida o la ciudad donde vivimos, sin saber cómo era, cómo fue. Por todo ello, las fotografías, en cuanto que espejos de la memoria —como definía François Arago los daguerrotipos—, participan de la verosimilitud de la representación, nos sirven como retratos petrificados del pasado donde contrastar nuestros recuerdos, para no caer en la total subjetividad de la palabra. Poder confrontar la «verdad» objetual del pretérito, aquel rastro de luz sobre el papel sensible nos permite afinar el recuerdo merced a su precisión descriptiva.
La visión de estas obras suscitará recuerdos para los que conocieron esa València de hace cuarenta años y esperanza de que la evolución de nuestra ciudad, con el paso de los años, permanezca cada vez más habitable, bonita y humana. Que la belleza y el encanto de sus calles continúe siendo, como siempre fue, la prolongación de nuestros hogares, parte de nuestro espacio vital donde no nos sintamos extraños. Nuestra cultura meridional, gracias a la climatología favorable y a la luz, nos invita a salir, a deambular, a encontrar —como hace el artista— agradables sorpresas y rincones desconocidos. A aumentar, sin caer en localismos, nuestro amor por esta ciudad.