El Tôkai-dô era una antigua ruta que conectaba la ciudad de Edo (la actual Tokio) con Keishi (Kioto), la capital imperial. Discurría a lo largo de la costa este de Honshû, la isla principal del archipiélago nipón –de ahí el nombre de Tôkai-dô, que significa, literalmente, «el camino del Mar del Este»–, y estaba jalonada de puestos o estaciones en donde se proporcionaba alojamiento y comida a los viajeros y a sus cabalgaduras.
El Tôkai-dô era una antigua ruta que conectaba la ciudad de Edo (la actual Tokio) con Keishi (Kioto), la capital imperial.
Hiroshige la recorrió en 1832, y, fruto de ese periplo, nació esta serie de cincuenta y cinco xilografías –una por cada parada o posta del camino y dos más correspondientes al punto de partida (Edo) y al punto de llegada (Keishi)–, que constituye una obra maestra indiscutible del ukiyo-e («imágenes del mundo flotante»), y, en concreto, del género llamado fûkei-ga («grabados paisajísticos»), centrado, sobre todo, en las «vistas famosas» o meisho, una temática igualmente cultivada por el ya mencionado Hokusai, como demuestra su celebérrima serie Treinta y seis vistas del monte Fuji (ca. 1831-1833), de la que también presentamos en esta exposición su conocida estampa La gran ola de Kanagawa.
Estampas japonesas y pinturas chinas contribuyeron a fijar en el imaginario colectivo occidental la visión de un Oriente lejano y exótico de gentes extrañas y paisajes exuberantes
Además de convertirse, dentro y fuera de Japón, en la creación más popular de Hiroshige y en la mejor vendida del ukiyo-e, Las cincuenta y tres estaciones del Tôkai-dô se erige en documento gráfico histórico de capital importancia y en paradigma de la estética nipona, pues muestra todos los recursos definitorios del arte clásico japonés, desde la depuración estilística y la línea negra que delimita los contornos de los objetos hasta los colores planos sin sombras ni gradaciones tonales, pasando por la valoración del lleno y del vacío, los encuadres forzados, el desplazamiento del «centro» de la composición a un lado de la imagen, el punto de vista aéreo, la ausencia de distinción entre figura y fondo o la perspectiva basada en escalas jerárquicas de planos antes que en líneas de fuga, características, muchas de ellas, igualmente presentes en el arte chino, al que la pintura y el grabado nipones tanto deben. De ahí la inclusión en la muestra de un pequeño conjunto de obras chinas –el retrato de un mandarín y de su esposa, un libro con ilustraciones de flores y frutas y otro con ilustraciones de pájaros – ejecutadas en el siglo XIX bajo el reinado de los emperadores manchúes de la dinastía Qing, y contemporáneas de las xilografías japonesas que presentamos en la exposición. En ellas, mediante una paleta de luminosos y brillantes colores dispuestos con suma delicadeza y precisión milimétrica, se plasman, de una manera tan hermosa y sorprendente como graciosa e ingenua, la naturaleza y la imagen humana –que no deja de ser también naturaleza, en tanto que el hombre forma parte de ella– en el Imperio Celeste.
Estampas japonesas y pinturas chinas. Unas y otras contribuyeron a fijar en el imaginario colectivo occidental la visión de un Oriente lejano y exótico de gentes extrañas y paisajes exuberantes, líricos y misteriosos; un Oriente a medio camino entre lo real y lo ficticio, retratado de manera detallista y abstracta a la vez, y que hoy, como ayer, sigue cautivándonos y haciendo volar nuestra imaginación.
Entrada general: 2€
Tarifa reducida: 1€ Fines de semana y festivos entrada gratuita