Las ramas a las que aludíamos son tres: “los fenómenos atmosféricos”, “el paisaje” y “los elementos” —minerales, vegetales, animales y humanos— que lo integran, todos ellos plasmados en una gran variedad de soportes materiales. De la última de estas ramas, “los elementos”, y, concretamente, del elemento humano, tratado en muchas ocasiones como un mero ornamento, nace una nueva rama que hemos llamado “la belleza artificial” —en el sentido de “hecho o producido por la mano del hombre”— y que, nutrida con la savia de la tradición, se divide, a su vez, en otras tres ramas más: “el paisaje humano”; “la belleza abstracta”, ejemplificada por el teatro y la caligrafía; y “la belleza galante”, que da cabida a manifestaciones muy dispares, pero cuyo denominador común es el carácter ritual mediatizado por el gesto, conciso, delicado y bello en sí mismo. Entre estas manifestaciones, la exposición destaca la celebración de actos religiosos y civiles, la práctica de artes como el arreglo floral y la ceremonia del té o pasatiempos familiares y sociales como la preparación del Hina Matsuri, los juegos de cartas y la contemplación de la naturaleza, que nos habla de una “belleza estacional y efímera” y nos devuelve al punto de partida, al gran tronco del que todas las ramas han salido: “la belleza natural”.
Precisamente en las ramas de este árbol metafórico en que se ha convertido el espacio expositivo van a florecer los cuatro últimos tipos de belleza que nos ofrece la muestra: “la belleza de la simplicidad, de lo ajado y de lo imperfecto”; “la belleza invisible”; “la belleza azarosa”, materializada en los “objetos encontrados”; y “la belleza del símbolo”, que trasciende la representación.
Raúl Fortes Guerrero
Universitat de València