Mientras nos sumergimos en la búsqueda de esas respuestas, la vida —esa energía que nos define como seres orgánicos— se nos escapa. Poseemos la libertad de orientar esa energía según las circunstancias que nos toque vivir. Un viaje que comienza sin un claro inicio y cuyo final es incierto, incluso en los mejores de los casos. Sabemos que nuestras células se regeneran, pero, con el paso del tiempo, inevitablemente, comienzan a degenerar. Igual que todos los seres vivos.

 

El planeta Tierra, que ya existía antes de que llegáramos, sigue el mismo ciclo vital. La Primavera representa el despertar, el renacer, el inicio del desarrollo. El Verano es el apogeo, el clímax de la vitalidad. El Otoño marca la disminución de esa abundancia, trayendo consigo la melancolía y la serenidad. Y cuando llega el Invierno, sabemos que es el fin. Pero entonces… ¡Llega de nuevo la Primavera!

 

En los momentos más significativos de nuestra vida —cuando nacemos, cuando amamos, cuando morimos— estamos desnudos. Son momentos fugaces, pero trascendentales. ¿Qué ocurriría si estuviéramos desnudos en todos los aspectos de nuestra existencia? ¿Adquirirían los demás momentos la misma intensidad?

 

A partir de esta reflexión, se teje la fábula que da inicio a esta exposición, en la que la naturaleza, con su flora y fauna, avanza en una simbiosis con el ser humano. Las cuatro estaciones sirven como una alegoría de las edades del ser humano, de la mujer y el hombre.

 

Este es un canto a la vida, que recorre el tiempo desde antes de nacer hasta después de morir. Un mural cronológico donde lo único verdaderamente valioso es el tiempo, y depende de nosotros decidir cómo queremos emplearlo. Una reflexión sobre las circunstancias que surgen mientras tratamos de trazar el rumbo de nuestra existencia.